Esta tarde voy a encontrarme con Clara, como lo hacemos
todos los martes y jueves.
Mientras los chicos
están en el club haciendo deportes nosotros nos sentamos en el café de siempre,
en una de las mesas más atrás, un poco ocultos por unas plantas de buen porte.
Allí nos tomamos de la mano y empezamos a conversar.
De cómo estuvo nuestro trabajo y la semana.
De los chicos.
De mi esposa y de su marido.
Y si notamos que nadie nos observa, nos besamos. Temblando
de amor y de temor.
Parecemos adolescentes. Cuidando no ser sorprendidos.
Esto a veces nos entristece, es como si no hubiéramos
madurado. Y a veces nos hace reír porque pensamos que somos muy jóvenes aún.
El nuestro es un amor complicado.
Somos concientes de que no está bien lo que hacemos. El
engaño es algo vil y bajo, también cobarde.
Y lo estamos haciendo a nuestras parejas, a quienes una vez
amamos y con quienes nos comprometimos.
¿Pero que se puede hacer cuando el amor muere? ¿Cuándo el
hielo se instala entre los dos? ¿Qué hacer cuando sientes que tu pareja se
convierte en un extraño?
Hoy, que estamos en los cuarenta años, no somos las mismas
personas que prometimos amor hasta que la muerte nos separe.
Cambiamos, crecimos y tal vez nuestra pareja también cambió
y creció, pero siguiendo otros rumbos.
Y como si eso fuera poca carga, encima conoces a alguien que
te mueve el piso, que te hace volver a soñar, y otra vez sientes las mariposas
en el estómago y la transpiración en las manos.
Otra vez esperando que el móvil suene, otra vez esperando
que llegue el día de la cita, del encuentro.
Y todos esos sentimientos, cuando creíste que ya nunca más
los ibas a sentir, cuando estabas convencido que te ibas a morir en la peor de
las soledades, que es la que se siente estando en compañía.
Mientras conversamos hacemos planes, imaginamos una y otra
vez como vamos a hablar con nuestras parejas, ensayamos el momento de decirles
la verdad.
Comparamos varias posibilidades. Los dos juntos le hablamos
a uno primero y luego al otro.
Cada uno habla por separado con su pareja.
Y luego, como les contamos a nuestros hijos. A donde vamos a
vivir. Con ellos. Sin ellos.
Pasa el rato y ya es la hora de ir a buscar a los chicos.
Nos besamos otra vez y quedamos en encontrarnos nuevamente
el jueves.
Pero cuando nos separamos los dos sabemos, sin decirlo, que
nada de eso va a ocurrir.
Que vamos a seguir cada uno con sus obligaciones y
responsabilidades. Que no vamos a destrozar nuestras familias.
Aunque eso suponga quedarnos con el corazón roto.
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