Hola

Este año me decidí y empecé a escribir. Lo quiero compartir contigo.

martes, 25 de febrero de 2014

Maldita jaula




...sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que no se cuando es de día
ni cuando las noches son,...
                                                              Romance del Prisionero


Maldita jaula en la que estoy metida.
Empiezo a caminar. Atravieso los pasillos de la prisión.
Mis compañeras me saludan, me sonríen, me hacen señas con las manos.
Yo sonrío y camino mirando el piso y mis toscos zapatos.
Se abre el portón principal y salgo a la explanada frente al gran edificio.
Siento alguna mano sobre mis hombros a manera de saludo.
Pero yo no miro a nadie.
Sin dar vuelta la cabeza, ni mirar atrás, sigo caminando.
Es como si temiera que por mirar atrás hubiera alguna especie de sortilegio que me retuviera.
Y no quiero.
Que nada me detenga.
Mantengo el paso, sin prisa, pero sin aminorar.
Sin sonreír, pero sin tristeza tampoco.
Como anestesiada.
Salgo al camino principal.
Ahí está esperando el viejo y destartalado bus que me llevaría al pueblo.
Pero no subo.
Sigo caminando como dominada por un influjo imposible de resistir.
Minutos, horas en el camino, bajo el sol inclemente.
Y a lo lejos empiezo a divisar el bosque.
Con esa visión mi estado anímico cambia totalmente.
Empiezo a sentir una alegría indescriptible a medida que avanzo.
Me voy adentrando en el bosque y voy registrando todos los sonidos, los aromas y la luz del sol que se filtra entre los árboles.
Es una visión maravillosa.
El olor de los eucaliptos se mete en mi nariz dándome una sensación fresca, exquisita.
Los pájaros en un jolgorio de cantos y ruidos, todos mezclados.
Los insectos volando, reptando, trepando, las arañas tejiendo sus telas, todos unidos en la armonía  del bosque.
Y en medio de tanto alboroto alcanzo a escuchar el sonido de agua corriendo.
Es un pequeño curso de agua que cruza el lugar.
Me acerco, meto los pies y sigo caminando en el agua que está fría.
Me encanta la sensación que me produce. Las piedras en el fondo se incrustan en la planta de mis pies a medida que avanzo y empiezo a sentirme feliz.
El sol comienza a bajar y produce unos colores increíbles mientras se cuela por todos lados.
El aire fresco se va enfriando de a poco, lo siento en la cara en las manos.
Salgo del agua y ahora camino sobre la hojarasca.
El crujir de hojas y ramitas amplifica todos mis sentidos.
¡Si hasta me siento más liviana!

Una mano me agarra del brazo y me sacude.
—Otra vez en trance, che. Dale que ya sonó la entrada.
Me levanto pesadamente. Me duele todo el cuerpo.
Y comienzo a caminar con mi compañera hacia las celdas.



El amor por los libros


lunes, 17 de febrero de 2014

Mario Benedetti


Amanecer

Abrí los ojos y vi que empezaba un nuevo día.
La ventana del dormitorio estaba abierta pero las cortinas casi cerradas.
La luz se filtraba entre ambas y caía en un haz sobre la alfombra que está al pie de la cama. Era como una columna dorada en la que podías ver flotar las motas de polvo.
Al mismo tiempo el aire se sentía fresco y agradable muy fresco para ser una mañana de verano.
Estaba despierta y totalmente lúcida, no como otros días en los que me despertaba entre vigilia y sueño.
Noté que no había movido un solo músculo, tan solo los ojos. Pero sentí claramente un bienestar físico que casi nunca siento.
Normalmente al despertar registro casi en seguida mucho dolor muscular, articular, anímico y todos lo que se te ocurran.
Moví despacio una pierna y la sabana se sintió muy fresca también. Hubiera querido prolongar esa sensación y ese momento mucho más tiempo.
Últimamente estoy empezando a saborear cada momento bueno de mi vida –al menos tratando- porque no son muchos.
¿Será por eso? ¿Porque no son muchos?
Recordé la noche anterior y desapareció enseguida la sensación de plenitud.
Pedro volvió a tomarme por la fuerza.
Ya se que me dijiste que no debería permitirlo.
Y yo entiendo lo que me quieres decir y tu buena intención.
Pero también lo entiendo a el. Y se que le gusta así. 
Sabes que nunca me golpea.
Cuando terminamos de hacerlo, me dice cuanto me quiere.
Yo le creo.
Y quiero hacerlo feliz.
Al fin y al cabo no es para tanto, solamente me siento un poco, sacudida, digamos.
He sabido que a mucha gente le gusta así.
Parece que sienten una emoción mayor.
A mi, me da igual.
Y si, ya se, vas a decir, que estoy tratando de justificarlo y que me merezco algo mejor.
Me lo has dicho muchas veces.
Pero ¿sabes que? 
Estoy cansada, no quiero estar sola otra vez, ni buscando a alguien, que es muy difícil y ya he pasado por eso.
Me tomo un analgésico y listo.

_!Hey linda! Apróntame un café.
_ Ya voy Pedro.





viernes, 14 de febrero de 2014

Los libros son...


Sobre el cuento La foto

Este cuento fue enviado también a la revista Literatta.

La foto

Estaba buscando afanosamente mis anteojos de sol. Estaba seguro que los había puesto en ese cajón que ahora aparecía lleno de cosas diversas.
Cuando la encontré.
Estaba toda arrugada, marcada y su color entre sepia y ceniciento.
La sostuve en mis manos, la estiré un poco y fue como si de golpe me metiera en un túnel del tiempo, llevándome al momento en que terminamos con Laura.
Empecé a ver ese día como si fuera una película, recordé todos los hechos de la mañana, de la tarde y la noche que fue la última en la que estuvimos juntos.
Porque esa misma noche Laura me dejaba. Y me dejaba por otro que según me dijo la hacía realmente feliz.
 Recordé el dolor, directo en el corazón, punzante, agudo.
Y el torbellino en la cabeza. El no poder entender. El no poder creer.
Soy muy orgulloso y ni por un momento pensé en rogarle, o pedirle explicaciones.
Así que simplemente la dejé parada ahí y me fui.
Cuando llegué a casa y vi la foto sobre el mueble del comedor, la estrujé entre mis manos con toda la fuerza de que soy capaz y la lancé al bote de los papeles que tengo cerca de mi mesa de trabajo. Por ese entonces empezó a acumularse la basura sobre mi mesa, colillas y pedazos de cigarrillos en ceniceros o platillos. Tazas de café a medio terminar, escritos a medio terminar, restos de comida. Y el bote de papeles lleno hasta arriba por eso la foto quedó encima de la montonera. Estaba buscando afanosamente mis anteojos de sol. Estaba seguro que los había puesto en ese cajón que ahora aparecía lleno de cosas diversas.

 Los primeros días, estaba como anestesiado, viviendo mecánicamente. Pero con el transcurrir de los días empezó a doler cada vez más. Cuando me daba cuenta que de verdad ya no estaba conmigo.
Y saberla feliz con el otro.
En algún momento que no logro recordar debo haber sacado la foto del bote y debo haberla puesto en el cajón.
El paso del tiempo forma como un velo que se deposita sobre la herida, es como un bálsamo tal como nos lo dicen los poetas y así es.
Aunque la cicatriz queda.
 Luego sobrevino el enojo. Enojo por lo que pasó, pero también enojo porque cada día dolía menos. Porque me iba olvidando de ella y del dolor también.

Vuelvo a mirar la foto y me doy cuenta que no puedo estar enojado con Laura.
Ni con lo que vivimos juntos que fue maravilloso.
Ni con el otro que ahora la hace feliz.
Ni conmigo mismo, que al fin y al cabo la vida continúa o al menos eso dicen.
Y por eso, porque la vida sigue, vendí el auto y me compré otro más moderno.
Busqué las tijeras y corte la cara de Laura en forma de corazón.
Lo puse en mi billetera para llevarlo siempre conmigo.

Y el resto de la foto, lo boté, ahora si, para siempre.

lunes, 10 de febrero de 2014

Sobre el cuento Lydia

La canción Lydia de Dean Friedman me inspiró para escribir este cuento.
Este tema fue muy popular en la década de los 80.
A mí me encanta especialmente la manera como en pocas líneas se cuenta una historia tan intensa.

Lydia

Lydia


Lydia dormía en su pequeño apartamento en Madrid. Era una mujer hermosa de 32 años no muy alta con una cascada de pelo largo color caoba. Dormía estirada en su amplia cama.
Dormía sola, vivía sola.
Eran las 2.30 de la madrugada cuando suena el timbre del portero eléctrico. Maldiciendo y tropezando se levanta.
¿Quién molesta a estas horas?
—Hola linda, por favor abre y subo.-
Era Gustavo. Hacía tres meses que no sabía nada de el. ¿O eran cuatro?
Se le apretó el estómago de pensar que volvería a verlo. Gustavo, que a sus 25 años parecía incluso más joven con su pelo largo por los hombros, sus grandes ojos oscuros y su sonrisa de niño.
Abrió la puerta.
—Hola mi reina-
—¡Hey, muchacho! Ya te daba por muerto.¿Que haces a estas horas? Estaba durmiendo.
La abraza –Pensé que tal vez querías compañía esta noche- le sonríe.
Ella lo mira con gesto de enojo.
¿Sabes cuanto hace que no se nada de ti?
—Si. Lo se. Perdón por despertarte. Nena, necesito un lugar donde pasar la noche-
Ella también lo abraza.
—Eres un inmaduro. Me prometiste cambiar de vida, asentarte.
 Siempre huyendo. Escapando de los líos. El alcohol, las drogas. Con esas malas compañías.
—¿Por que no te quedas a vivir aquí? El apartamento es mío, no es grande, pero es suficiente para los dos.
—Si, lo sé. Tengo que cambiar, hacerme cargo de mi vida. Pero, dime, ¿Qué puedo ofrecerte, Lydia, mi amor? No puedo ofrecerte nada, porque nada tengo. Y tú eres muy valiosa.
—No necesito que me ofrezcas nada, te necesito a ti-
—Lo único que puedo darte es mi amor, porque, ¿sabes que te quiero? ¿Lo sabes? ¿Te lo dije ya?

Gustavo se suelta de el abrazo y va al baño. Allí ve que Lydia guarda un cepillo de dientes para el, para cuando venga, para cuando se le antoje venir y se le apreta el corazón.
Vuelve al dormitorio, se acuesta y la abraza con fuerza.
—Esta noche soy todo para ti, para lo que quieras, todo tuyo, al menos hasta que amanezca.-
Y el amor los envuelve en la ilusión de que podría ser, ¿por qué no?
Podría funcionar.
Todo sería diferente.
Terminar con el dolor, con la soledad.
El amanecer llega y los encuentra abrazados.

Pero Lydia tiene que ir a trabajar.
Se desprende despacio de sus brazos.
Y va a darse una ducha, a vestirse, maquillarse, tomar un café rápido.
Cuando regresa al dormitorio, el ya se fue.
Le dejó un papelito sobre la almohada que dice: Te amo.
Pasa la mano por las sábanas que aún están tibias. Pero no llora. Ya sabe.
Toma el abrigo y la cartera. Sale del apartamento y cierra con llave.





viernes, 7 de febrero de 2014

Sobre el cuento: Secreto

Este cuento también fue enviado al Taller de Escritura de Literautas.

Secreto

En aquellos días Carlos se sentía muy deprimido. La muerte de su mejor amigo y compañero de patrullaje lo había dejado destrozado y preguntándose, si al fin y  al cabo, todo esto valdría la pena.
Habían compartido alegrías y tristezas durante ocho años. Y lo habían visto todo, o casi todo. Imágenes enfrentadas y superpuestas al mismo tiempo que pasaron como una película ante sus ojos en el momento en que su compañero moría en sus brazos, mortalmente herido después de un enfrentamiento a balazos. Mientras el, herido levemente, repasaba los recuerdos una y otra vez, primero desde el hospital y luego desde su casa donde permanecía en reposo.
Pero hoy se reintegraba al trabajo y sabía que le asignarían un nuevo compañero.
Ya iba predispuesto de mala manera hacia el. Ninguno iba a poder sustituir a su amigo del alma. El próximo mes Carlos cumpliría cuarenta años y se amargaba de antemano pensando que seguramente le presentarían algún joven, recién egresado de la Escuela de Policía, sin experiencia y con aires de superioridad, que pondría su paciencia al límite.
Compartió sus sentimientos de angustia la noche anterior con Sandra, su mujer, beso a sus hijos mientras dormían y se encaminó a enfrentar esta nueva etapa de su vida.
Y así fue que en parte, sus predicciones se cumplieron. Su nuevo compañero era más joven que el, tenía treinta y dos años y si, tenía ciertos aires de suficiencia, venía altamente recomendado y con reconocimientos por labores heroicas realizadas.
Era alto, corpulento y tenía una intensa mirada en sus ojos oscuros. Saludó a Carlos con cordialidad, lamentando la tragedia del anterior compañero. Javier era su nombre y desde el primer apretón de manos para saludarlo, Carlos ya supo que nada iba a ser igual y que tendría que esforzarse por tolerarlo.
Empezaron a transcurrir los días y las semanas. Ocho y a veces diez horas de trabajo compartidas con alguien que te genera antipatía, no es algo fácil de llevar, pero Carlos trataba de poner lo mejor de sí. Discutían, pensaban  y opinaban distinto sobre las diferentes estrategias a seguir en los patrullajes nocturnos.
Hasta que llegó esa fatídica noche en la que todo cambiaría para siempre.
Iban persiguiendo a cuatro adolescentes, rateros de poca monta, que salieron corriendo como endemoniados cuando se vieron sorprendidos. Javier iba al volante, enfurecido, tal vez demasiado para una acción que al fin y al cabo no era tan grave. Carlos tratando de que bajara la velocidad y tuviera más cuidado ya que se trataba de chiquilines.
Entonces un auto se cruza delante de los muchachos y atropella a uno que muere al instante. Carlos enloquecido, con todos los recuerdos de la muerte de su compañero encima, le grita a Javier, insultándolo y a punto de golpearlo cuando llegan otros patrulleros que se hacen cargo de la situación y los llevan a ambos a la Estación.
Pasaron todo el día siguiente declarando por separado, cada uno dando su versión y por supuesto cumpliendo con todo el papeleo que implica un sumario.
Sus superiores trataron de calmar a Carlos que ya estaba pidiendo cambio de compañero, todas sus emociones desbordadas.
A la noche siguiente los dejaron salir cuando los ánimos parecían más calmados.
Carlos salió en busca de su auto en el oscuro estacionamiento. No había nadie, eran la una de la madrugada de una noche fría, tan fría como el alma de Carlos, cuando ve que Javier se acerca como para hablarle.
Sin decir una palabra, Carlos le da un puñetazo en plena mandíbula que lo hace perder un poco el equilibrio pero sin caer. Javier le devuelve el golpe y le deja un ojo amoratado. Y ahí, sin mediar palabra empieza el intercambio de golpes, al pecho, a la cara. En el silencio de la noche resuenan las trompadas y las respiraciones entrecortadas sin quejidos.
Carlos le rodea el cuello con las manos y comienza a apretar más y más mientras su mente le preguntaba ¿Serás capaz de matarlo? Javier con la cara enrojecida aguantando la asfixia y sus manos encima de las de Carlos tratando de soltarse. Las caras muy juntas, mirándose intensamente, respirándose encima. Y la boca de Carlos que empieza a besarlo, muchos besos, un torrente de besos, con fuerza, con ganas,  mientras afloja la presión del cuello. Se separa de Javier y lo mira con ansiedad pensando, ahora me mata. Y Javier que le devuelve el beso, los muchos besos, el torrente de besos, con fuerza, con ganas, con lengua. Todos los deseos liberados como en tropel.
Mirándose otra vez Carlos dice- nadie puede enterarse de esto-
Javier le sonríe, lo abraza y le dice- tranquilo, este será nuestro secreto-
Y se suben al auto.



sábado, 1 de febrero de 2014

Mirando por la ventana

Llueve. El cielo gris oscuro y nubes bajas que dan una sensación de opresión. La misma sensación que siento en el pecho, la angustia apretando fuerte.
Me encuentro sentada mirando por la ventana, las gotas cayendo silenciosas de los árboles, también grises. Siento un profundo cansancio.
Los chicos se fueron al colegio. Germán está trabajando. Desde que me diagnosticaron, yo ya no trabajo más.
 Levanté la mesa, lavé los platos y me senté aquí porque el cansancio me vence otra vez.
 Cuando los chicos regresen, Lucía se quedará con ellos hasta la noche, y Germán me llevará al hospital a hacerme la quimio.
Y vuelvo a preguntarme: ¿por qué a mí?
Tengo 42 años y tres hijos en edad escolar. ¿Por qué?
Empiezo – otra vez- a pensar en la justicia. Porque claramente siento que la justicia no existe, que es tan solo un invento de los hombres para poder convivir en sociedad.
¿Acaso no es una injusticia lo que me pasa?
Me dice la sicóloga que me está tratando, que hay tres etapas para superar una vez que nos enteramos de nuestra enfermedad.
Primero, la negación. No esto no puede ser verdad, seguro los resultados están equivocados.
Segundo, la rabia. ¿Por qué a mí, que soy una buena esposa y madre? Con hijos para criar. Y hay tanto hijo de puta por ahí, que no le pasa nada.
Tercero, la aceptación. Y parece que yo ando por ahí, todavía con rabia, mucha, y empezando a aceptar.
He leído y sigo leyendo muchos libros de autoayuda. Todos parecen coincidir en que somos algo así como polvo de estrellas. Que estamos hechos de las mismas partículas que el cosmos todo. Que nada está librado al azar y que todo ocurre por alguna razón.
Razones que parece me cuesta entender.
Es como que la vida nos toma el pelo. Nos brinda todo, familia, amigos, amor, bienestar. Y cuando mas distraído estás, dando todo por sentado, de un plumazo te quita todo. A algunos, en forma aleatoria, parece.
¿Y el propósito? ¿Qué pasa con el propósito que traemos al venir al mundo?
¿Es que acaso venimos a sufrir? No puedo creérmelo. ¿Qué este planeta escuela esta hecho para sufrir? No, mil veces no. Me niego a creerlo. Una parte de mí se resiste.
Debe haber algo más. Algo que se me está escapando.
Los chicos llegan saludando, gritando, me besan y se van al comedor con su algarabía a merendar, a hacer los deberes y mirar la tele. Mi buena amiga, mi gran amiga, me sonríe y va con ellos.
¿Será para experimentar? ¿Vendremos a este plano a experimentar? Si es así, todo parece cobrar mayor sentido. Si tenemos que hacer diferentes experiencias, es casi lógico pensar que hay que vivir diferentes cosas, de las buenas y las no tan buenas.
¡Y vaya que he vivido cosas buenas! El amor por ejemplo, el amor en muchas diferentes formas. El amor a la vida, a los padres, a los amigos y cuando crecemos, el amor a nuestra pareja, a nuestros hijos, a la familia que formamos.
Y también nos dicen que podemos crear la realidad que queremos, si apelamos al  pensamiento correcto.
¿Será cierto esto? Es un poco difícil de entender.
Siento la llave girando en la puerta. Es Germán que viene a buscarme. Trato de poner mi mejor cara y me miro a la pasada en el espejo para asegurarme que tengo la peluca bien colocada.
¿Sabés que? -me pregunto a mi misma- ¿Y si lo intentás? Digo, probar a ensayar el pensamiento correcto. A aceptar la experiencia, ¿no?
Eso, experimentar también lo no tan bueno.
No tengo nada que perder y todo para ganar si le pongo fuerza.
Lo miro a Germán, le sonrío y le digo: ¿vamos?