¡Y al fin la probé! Tanta expectativa acumulada con el
correr de los días. Como siempre mi cabeza revoltosa había imaginado mil
situaciones posibles. Pero una corazonada me decía que sería una experiencia
liberadora. Que tiraría abajo esas barreras que inexplicablemente, lentamente
uno va levantando con el paso del tiempo. Y me vi sonriendo feliz celebrando el
momento.
Finalmente, como todo lo que pasa en mi vida, las cosas no
resultaron como esperaba. Y en vez de reír y relajarme, me amargué y lloré.
Lloré mucho, muchísimo. La experiencia liberadora que esperaba resultó más bien
esclarecedora. Pues no siempre esta bueno ver las cosas claras. A veces más
vale no ahondar en algunas heridas que parecen superficiales y luego son mas
hondas de lo que se suponía. Y lo que terminé viendo fue que la tristeza que
tengo adentro es más grande de lo que yo creía. Un abismo insondable de dolor
sin fin que se asomó con fuerza a la superficie de mi ser y me apabulló
mientras incontenibles lágrimas venían a mis ojos. Y por supuesto mi orgullo.
El orgullo de no mostrarme vulnerable ante los demás. Así que levanté
nuevamente mis murallas y me obligué a no seguir llorando.
El fin de la ilusión.
Seguramente es la más dura de las revelaciones.
Porque incluso la pérdida de alguien que amamos es mas
tolerable si tenemos ilusión.
La que sea.
Ilusión de que en esa nueva dimensión tiene una vida mejor.
Ilusión de que con esa otra persona está más feliz.
Ilusión de que fue mejor así. De que tal vez algún día
volverá.
Pero cuando ya no hay ilusión, no queda nada. Solo algunas
certidumbres.
Y el espanto.
El espanto de imaginar cuanto tiempo mas habremos de vivir
así.
Mi amigo me dijo riendo:
—
Te pegó mal, nada más.
No me preocupa eso.
Haberme asomado al abismo, sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario